Mi librero tiene la costumbre de tomarse ratos libres, de lo cual está en su pleno derecho, y dejar tras el mostrador de su atestada papelería a su suegra. Y esa costumbre, no sé por qué, coincide en el tiempo con los sábados y domingos por la mañana, precisamente en los momentos en que me puedo permitir acercarme a la librería de mi barrio y, esquivando expositores, revistas, regalos, grandes cartones y accesorios de escritura varios, acercarme a por mi ejemplar de El País.Lo que no sé es si mi librero se ha dado cuenta de cuán devastador para su economía resulta tomarse esos momentos de descanso. No hay día que su suegra sume o reste mal la cuenta de lo que te lleves. Para ella, dos periódicos por 2,20 son 4,20. Un día, otro, otro más, le dices que se equivoca haciendo gala de tu honestidad. Pero cuando semana tras semana al llegar a casa te das cuenta de que entre todo lo que le has comprado, la suegrísima se ha olvidado de incluir la película de promoción, el libro a cambio del cupón más 0,50 o el suplemento semanal, empiezas a pensar en que hora es de compensar todas esas pérdidas y callarse cada vez que las sumas y las restas sean siempre a nuestro favor.
Llevo dos días queriendo pedir el DVD que Público distribuye los viernes, pero como me sé la respuesta y que si la mujer se pone a buscarlo, va a provocar una retención de clientes en la tienda que empezarán a odiarme por pedir cosas inútiles (como películas de Bergman o libros sobre Monet, esas pequeñeces innecesarias), prefiero dejarlo para mañana y acudir al kiosko del Boulevard donde o tienen o no tienen, pero si hay, encuentran.